Observo,
al otro lado de mi ventana, a una anciana de noventa y tantos… se dice que
tiene el mal de Alzheimer y no sale de casa desde hace muchos años, más de los
que ni mi memoria ni la suya alcanzan a imaginar. Siempre me gustó observar desde
el refugio de ambas distancias su complacencia por rutinas insondables: salir
al balcón en su silla de ruedas a tomar el sol, a sentir sencillamente calor en
las manos; o salir a respirar nuestro aire contaminado, a mirar a la nada y a
nadie, o tal vez a un interior poblado de sombras a la vez familiares y
extrañas.
A media mañana recibe, algunos días, la visita de una asistente social, yo creo que no siempre es la misma persona, aunque su sonrisa y paciencia sean probablemente intercambiables. Toma su temperatura en el balcón, la anima a beber, revisa su medicación, la toma de la mano y la habla, mientras la anciana mira sin ver u oye sin escuchar, con la inmensa placidez del agradecimiento y el inabarcable abismo de la desmemoria. No sé si es una mirada incapaz de cruzar de acera o de llegar mucho más allá que los más potentes telescopios y escudriñar otras, lejanas galaxias, pobladas de astros que titilan a lo lejos, como escribió el más esencial de los poetas. La asistente parece cantar, aunque no se la escuche, anima a la anciana a mover los brazos, a estirarse y a levantar las piernas, como si todo formase parte de una sórdida liturgia de desconexión.
Por alguna razón habrá de ser, las persianas de la casa están siempre levantadas. Quizás esto la ayuda a diferenciar los días de las noches, los grises tornasoles de los soleados colibríes, el amanecer anaranjado del acarminado atardecer… los mil matices filtrados del azul celestial que nos irradia, de luces degradadas que tiñen de luminosidades cambiantes los muebles antiguos de maderas nobles, un sillón de orejas cerca de la ventana, esa lámpara de araña siempre encendida; o la puerta que nunca se cierra de un dormitorio siempre apagado, aguardando a la misma noche, tal vez, esa que ya no tendrá un despertar y que a todos nos acecha, la del terco siempre de siempre de la parca y la guadaña.
Igual que tú nunca imaginé que el destino me plantaría durante tantos días en mi ventana interior, junto a esos agradecidos geranios que riego tan pocas veces. Ni que las vidas de tantas personas poblarían de tal manera este paisaje de confinamientos, de rostros enjaulados como fieras del más extraño zoológico de humanidades desconcertadas. Unos hacen deporte encapsulado, otros cocinan como posesos, internet echa chispas, los muñecos de las pantallas no cesan de mostrarse en su guiñol donde una y otra vez se asoman unos mismos personajes que se auto justifican, para que unos les insulten y otros se alivien a garrotazos. Otros meditan. Otros descubren la soledad. Casi todos aplauden a las ocho. Casi todos han vivido un vuelco en sus vidas.
Pero la anciana persiste en sus rutinas que la aferran al simple placer de existir como el rio por un cauce maltrecho. La observo y la observo, ahora más que antes, y que nunca, y me vienen a la memoria las lentes redondas de Giovanni Papini asomado al exterior su perenne curiosidad, La felicidad del infeliz, Confieso que he vivido… Vuelvo a mirar una y otra vez a esta mujer, que antes apenas tenía presencia y ahora veo todos los días aun sin querer y aun queriendo. Y pienso: “su vida no ha cambiado”. Tal vez todos los demás deberíamos cambiar un poco las nuestras, antes de que nos devore la noche.
Federico García Serrano