Que una sola película sea en si misma una mezcla de cine testimonial de inmigración, drama social, cine romántico, cine fantástico y película naif de fantasmas, solo puede responder, en principio, a una cosa de dos: o es la obra de un genio, o es una ópera prima. Posiblemente, en este caso, responde más a lo segundo que a lo primero. Y sin embargo hay poderosas razones para que esta película llame la atención. Consideradas por algunos como una pequeña rareza o joya exótica de la cinematografía senegalesa (curiosamente, gran premio del jurado en el festival de Cannes, no sin una cierta polémica, y entre otros significativos premios y nominaciones) el film tiene algo especial, una amalgama de confrontaciones difícil de encontrar en una sala cinematográfica: la fuerza de la naturaleza en un entorno urbano degradado pero simbólicamente coronado por un rascacielos futurista; unas imágenes hipnóticas de una gran playa, con las olas del Atlántico y el realismo social de los jóvenes senegaleses enfrentando sus miradas al horizonte como la única esperanza para un futuro mejor; la belleza racial y sensual de sus actores, tan alejados de los arquetipos al uso, tan africanos. Y, sobre todo, esa misma sensación aventurera de poner los mimbres en una patera cinematográfica y emprender una esperanzadora travesía que acaba, como tantas pateras y tantas películas, en un estrepitoso naufragio que, sin embargo, tiene el incierto encanto de lo naif.
