Haberlo sido “casi” todo en el cine (actor, director, productor, músico y compositor, nunca guionista) hace de Clint Eastwood uno de esos viejos mitos que ya no necesitan demostrar nada, del que se tiene siempre la sensación de estar ante su última película y que, sin embargo, a sus casi 90 años, vuelve a aparecer en la pantalla con su arquetipo personal (algo de lo que muy pocos pueden presumir), “casi” intacto. Y subrayamos por dos veces el adverbio “casi”, porque como todos los grandes el mito estadounidense tiene sus detractores; y porque como todos los astros que optan por morir con las botas puestas, deja un rastro de su propia, egregia, decadencia, cuya sombra, en este caso, es asombrosamente alargada. Con un guion de Nick Schenk escrito a su medida, con un papel al parecer basado en un personaje real que Eastwood sabe hacer suyo, el de anciano testarudo pero apuesto y arrogante, todo un cliché, aparece en una película de gran reparto como el único eje narrativo de una historia en la que todos los elementos aparecen subordinados a la sublimación del héroe incombustible.