Hay películas que nacen para ser apreciadas por la crítica y otras marcadas por sus objetivos comerciales. Cuando el punto de partida es un best seller del gran especialista Robert Harris, convertido en fiel adaptación cinematográfica por Peter Straughan, con un excelente reparto y la solvente dirección de Edward Berger, los objetivos apuntan claramente a lo segundo y el resultado no defrauda estas expectativas: un film con las estrategias narrativas del thriller, el inefable tema de la elección de un Papa, en el contexto iconográfico del epicentro de la iglesia católica. Una película que está alcanzando excelentes recaudaciones y cosechando varapalos de la crítica más proclive a caer rendida a los devaneos endogámicos del “cine de autor”. Y la cuestión es que Cónclave, pese a sus objetores, contiene muchos elementos de maestría profesional, desde el guion a la interpretación y puesta en escena, que le está llevando a ser una de esas películas que acumula muchas más nominaciones que premios, pero que será muy apreciada por quienes acuden a las salas buscando resolver jeroglíficos y mantener la curiosidad despierta hasta el final. Incluso rematado con la guinda de la sorpresa y el desenlace controvertido, como corresponde a las películas nacidas para “dar de que hablar”
Tildado por algunos de tramposo y oportunista, previsible, con poca profundidad en los mensajes, como sucede frecuentemente con los productos culturales destinados a un gran público al que no le gusta que le compliquen la vida demasiado, la película se construye en el delicado punto de vista de la controversia entre la fe y la duda religiosa, que no son elementos nacidos para dar dimensión filosófica a los temas tratados sino más bien como elementos dramáticos con los que apuntalar la intriga y el misterio. Y sin duda para construir un personaje singular, el del cardenal decano Lawrence (un gran trabajo interpretativo de Ralph Fiennes), que sirve para dar un punto de vista privilegiado al relato, al canalizar orgánicamente, dosificada y ordenada en sus etapas, la atención del espectador. Es curioso el paralelismo que puede establecerse entre dos aptitudes antagónicas, más que en lo religioso, en lo cinematográfico: los creyentes y los no creyentes. Entre quienes profesan en las liturgias del cine comercial de entretenimiento y los agnósticos que reniegan de los lugares comunes y veneran la excepcionalidad del hecho artístico diferencial. En este caso, es casi una frontera que nos sitúa a uno u otro lado.
En Cónclave todo nos parece como camino trillado o la historia eterna. Como sostenida por los pilares de la sacrosanta iglesia. En el escenario reverencial (la mítica Capilla Sixtina) y otros anexos desconocidos mostrados para satisfacer la curiosidad, como las dependencias donde los cardenales pernoctan y conspiran durante las largas sesiones de encierro que conducen a las sucesivas votaciones hasta la fumata blanca. Son el marco ideal para una trama de larga tradición también en el desarrollo de intrigas y conspiraciones para llegar al poder, sobre los que han corrido ríos de tinta, un cauce por el que también transita la novela de Richard Harris y dócilmente, en la fiel adaptación del texto literario, la película de Edward Berger.
En la estructura clásica del thriller, establecido el asunto, se formulan las diferentes controversias en torno a los candidatos y se va avanzando en la resolución de las tramas, para renovar la intriga e ir descartando opciones. En este caso, fumata a fumata, votación a votación, en etapas muy bien establecidas que sirven para ordenar el relato, con la meticulosidad, incluso la precisión, de cuantificarlas según avanzan o retroceden en votos las adhesiones y las sospechas. Es de libro que cuando las opciones se muestran desde el principio se requiere de un giro al final, para conducir el desenlace por el camino de las sorpresas, que son la miga imprescindible para dar sabor a las intrigas.
Algunos han escrito que el final de Cónclave es forzado, incluso ridículo, pero sirve para cerrar el círculo de una reflexión, que no es nada banal, sobre el papel de la mujer en la iglesia católica. Al punto de aparecer casi sorpresivamente como el mensaje más relevante de la película, anticipado desde el comienzo por la presencia enigmática y servil de las monjitas de la caridad de San Vicente de Paul; y, al frente de todo ello, la poderosa presencia de Isabella Rossellini (hermana Agnes), que desde su papel secundario acaba por resultar, como se sospecha, uno de los personajes más emblemáticos del film.
Federico García Serrano