Verano 1993: el ejercicio íntimo de revivir la infancia

Con frecuencia solo los cineastas consagrados tienen el privilegio de investigar en sus películas su propio mundo interior, de mostrar en imágenes la intimidad, los paraísos dormidos, ese universo personal que cada cual descubre anidando en las neuronas cuando trata de encontrar sus señas de identidad, y que siempre nos remonta a la infancia. Cuando el ejercicio nace de una joven cineasta, antes desconocida, con toda una vida por delante para adquirir madurez, observo en algunos un cierto recelo, un extraño desconcierto al visionar un film que previamente ha pasado y triunfado por todo lo alto en festivales (Berlín y Málaga) y que tras tan pública expectativa, secundada por la crítica, se somete al crucial enfrentamiento con el público que paga la butaca en las salas; y la película resulta no ya pequeña (todo lo contrario, es inmensa) ni vacía (todo lo contrario, es plena en sus transparencias) sino aparentemente insignificante, porque rehúye las argucias del cine convencional y porque proyecta una mirada lúcida en el desatendido mundo de la infancia. Es valiente y generosa Carla Simón al dejarnos entrar en su intimidad para conmovernos con esa historia tan cristalina y sin ambages que encierra un mundo de cosas pequeñas pero esenciales, tantas veces menospreciadas desde la adultez como “cosas de niños”, infravaloradas porque no todos aprecian la enorme trascendencia que para cada ser humano tiene la infancia propia. Esta vez ese doble ejercicio personal y cinematográfico resulta conmovedor.

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