“Pantalla grande, ande o no ande”

“Pantalla grande, ande o no ande”

Como buen manchego que es, Almodóvar conocerá bien el viejo dicho del mundo rural sobre “el burro grande…” pero seguramente no fueron sus orígenes humildes sino su presente glamouroso como presidente del jurado en Cannes 2017 lo que afloró del subconsciente al pronunciarse en rueda de prensa, respaldando el anunciado veto del festival contra la plataformas digital Netflix, que se niega ceder al chantaje del obligado estreno de sus producciones en salas francesas para poder competir en el festival.

Desde luego nadie puede negar al festival de Cannes su derecho a regular sus propias normas, seleccionar los films con sus propios criterios y elegir a sus jurados como les venga en gana. Es lo que ha hecho siempre, ¿no? Y así ha ganado todo su prestigio. Pero más allá de los mensajes explícitos, a nadie se le escapa la encarnizada guerra que hay detrás de esta “frontera artificial”, de esta “raya defensiva” que no tiene tanto que ver con el tamaño de las pantallas como con el tamaño de los negocios que hay detrás de ellas. Lo peor es querer justificarlos mediante argumentos artísticos anacrónicos. Y peor todavía, romper en añicos la imagen de un festival tradicionalmente impulsor del cine independiente, del cine de autor, aunque ya hace años sobreviva fundamentalmente a base de glamour (y otras tonterías) robadas al denostado Hollywood, del cual ya no se diferencia mucho.

¿Dónde está la paradoja?

Habló Pedro de la paradoja “de premiar un filme que no pueda verse en una sala”… y acompañó la afirmación con la manida apelación a la mística y la liturgia de la proyección en salas, si bien las circunstancias y el momento hicieron que sus palabras chirriasen un poco… incluso provocasen la controversia con otro miembro del jurado, Will Smith, libre de prejuicios atávicos. ¿Acaso el lugar de la proyección o el tamaño de la pantalla es lo que hará más grande la película? ¿Dónde está pues la paradoja de premiar un film considerando exclusívamente su calidad y sus valores artísticos y no las circunstancias de su estreno o su posición dentro del tinglado comercial? Lo peor, tal vez, es que todo pueda interpretarse como un alineamiento con intereses bastardos, que no dan la cara sino la espalda a la obligada adecuación a las tecnologías digitales, es decir, al futuro, para alinearse con quienes luchan por mantener a flote las estructuras obsoletas del siglo pasado apelando a las nostalgias. Me parece que no es un buen camino, ni tiene lógica postergar o menospreciar a las nuevas plataformas, las televisiones o el mercado de la distribución doméstica cuando éste es el verdadero soporte económico y futuro del marcado audiovisual. Incluso cuando son las tecnologías digitales las principales aliadas del nuevo cine independiente, más independiente que nunca, y de autor, más personal que nunca en la medida que se reducen los filtros de la distribución y aumentan y se flexibilizan los canales para llegar al espectador.

El debate de fondo

Tarde o temprano tenía que suceder: la metamorfosis del mercado audiovisual tensa las relaciones entre las viejas estructuras de distribución y exhibición (que se defienden con pocos reflejos de los cambios tecnológicos que afectan a sus intereses) y las voraces nuevas plataformas que con el viento a favor de las tecnologías y las demandas de los usuarios han tomado la iniciativa en las tareas de producción y se niegan a pagar “peajes”.

Es muy respetable que todavía muchos espectadores prefieran ver el cine en salas, pero afirmar que sólo es cine el que se proyecta en una sala es sencillamente una estupidez.

La evidencia de  la necesaria complementariedad entre todos los sistemas de producción y exhibición quedaron patentes cuando los cines, las televisiones y los videoclubs establecieron un cierto orden que fue beneficioso para todos… Pero ese orden ya está muerto. Ningún negocio, por pingüe que sea, tiene asegurado el futuro a perpetuidad, sino que su desarrollo siempre está condicionado por su capacidad para evolucionar.

La falacia de las salas

La tan mitificada liturgia mística de la pantalla grande merece algunas observaciones. Porque las salas y las pantallas de los mini-cines, son cada vez más chicas y la calidad de las proyecciones muchas veces deja mucho que desear. Son muy pocas las salas que se han adaptado a los tiempos y mantienen el apretujamiento salvaje de sus butacas, pensadas para espacios tan especulativos como los de los aviones (o tal vez aún no se han enterado que el español medio ya no mide uno sesenta).

Aunque obligado por la necesidad de ver las películas de estreno sigo asistiendo a las salas, estoy hasta el gorro de no saber dónde poner las piernas, del cabezón del espectador de delante, de la lucha por el reposabrazos con el anónimo espectador de al lado, de la falta de ventilación entre proyección y proyección, del olor a las putas palomitas, de que me pongan trailers de películas que no quiero ver, de que todo el mundo se levante y no me dejen leer los créditos ni escuchar hasta el final la música, por no hablar de pagar el mismo pastón que me costaría comprarme la película en blu-ray si el mercado fuese racional y equilibrado. Si existiese un poco más de fair play.

Si, debo confesar que prefiero ver las películas en mi casa, que es donde trabajo, donde leo libros, escucho música… y que eso no me impide asistir a la ópera cuando puedo rascarme el bolsillo, o ir al teatro, al fútbol, o al cine, cuando deseo sentirme partícipe de la fenomenología social… pero diferencio, si se me permite, la fenomenología del producto, la liturgia del acto.

Si solo hubiese podido conocer las obras de arte en sus museos originales o las catedrales en vivo sufragando costosos viajes, me hubiese sido imposible estudiar Historia del Arte. La plebe siempre accedió a la cultura gracias a los sucedáneos fotográficos, igual que el libro de bolsillo facilitó nuestro acceso a la literatura, que antes solo se editaba en tapa dura para lucir bonito en las estanterías de los salones de las clases pudientes. Pero ese libro que te atrapa, que te embebe y cuya lectura impregna tus neuronas es más manejable si se dobla, si se adapta a tu horizontalidad, si escribir una obser-vación o doblar una página no se convierte en un sacrilegio.

Algo similar me pasa ya con las películas. Las intrascendentes, que son la mayoría, no merecen tantos minutos de la vida de uno atrapado en una butaca infra dimensionada (que además sacude mi conciencia pues me hace sentirme gordo), el formato doméstico te facilita detectarlas y dejarlas a un lado. Y las interesantes, las disfruto más si empiezan cuando yo quiero, no tengo que buscar un sitio para aparcar ni andar buscando si la echan aquí o allá, si llego o no llego, si voy solo o acompañado…. Aunque existen excelentes proyectores y pantallas de uso doméstico de respetable tamaño, prefiero una buena pantalla QLED, ultraplana, full hd o 4k, de tamaño proporcionado a la distancia del sofá (me gusta desparramarme con las piernas en alto, bien estiradas y colocadas sobre la mesilla) y un home cinema en condiciones, al que yo ajusto el volumen y la calidez del sonido.

No quisiera alargarme con opiniones personales, que cada cual tiene derecho a las suyas propias. Tan sólo quisiera recordar que el buen cine merece un buen análisis, que uno a veces intenta, y este sólo es posible si el visionado se flexibiliza, se reitera, se reflexiona… si se hace en una cierta intimidad intelectual, en la cercanía de los libros de consulta, de las redes, de la imdb y las miles de páginas con información, referencias, críticas, opiniones y valoraciones que conforman el gran tinglado universal del cine.

En fin, que si mi condición humilde de hijo de familia numerosa no me impidió estudiar el arte universal, mi condición humilde de espectador interesado por las cosas que pasan en el mundo audiovisual encuentran en los formatos domésticos, on line y digitales el mejor aliado para satisfacer la curiosidad intelectual. No debieran, creo, establecerse fronteras en lo audiovisual basadas en el tamaño de las pantallas, ni en los intereses comerciales de los muchos intereses extra-artísticos que rodean al cine. Por eso no entiendo a mi paisano Almodóvar, que quizá se está apoltronando en los altares de una cinefilia algo trasnochada, pero que es muy dueño de seguir haciendo, ojalá que por muchos años, las películas como le venga en gana y verlas allí donde sus liturgias acrecientan su glamourosa santificación, tan reverenciada.

Federico García Serrano

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